
Ha sido en un verano con chubascos de a ratos y vientos sensuales. Es que todo en París me parecía sensual: las nubes, el atardecer, las francesas con sus sombreros elegantes y sus zapatos de taconeo caminando por la estación de metro, los gatos callejeros, las flores, los tapices de papel en las cafeterías…
Llegué un 22 de agosto a las siete y media de la mañana —¿cómo podría olvidarlo, si el día que compré el boleto dormí abrazada a él? —si es que dormí, no recuerdo bien—. Pero yo ya había estado allí, de hecho, había ido muchas veces.
Desde que era niña y miraba alelada la biblioteca de mi tío donde los museos y las obras de arte que estaban en París me hipnotizaban; los relatos de novelas que había leído ambientadas en la tierra de Monet, Rodin y Baudelaire, hasta el día que me regalaron Arte en Paris, un libro rojo y azul marino de tapa dura que lucía a la Torre Eiffel velada entre nubes grises.
Fue con ese librito con el que pude chorrearme por las paredes de Montmartre, liberar mi alma errante y vivir la ciudad como un niño cuando juega a las escondidas.
No obstante, el viaje de ese verano fue único como cada día o cada torta de chocolate.
En ese pude materializar el sentarme en el Café de Flore y otros con techitos rojos —porque el techito tenía que ser rojo sino cómo me iba a sentar, ¿verdad?—También fui a leer los libros de las estanterías de Shakespeare and Company por horas aunque no entendiera ni pito de francés y pude probar la tan nombrada sopa de cebolla que había visto en Ratatouille y de la que siempre dije que algún día la probaría en un auténtico rinconcito parisino y luego diría «merci beaucoup» cuando me retiraran el plato.
También me imaginaba diciendo «Où sont les toilettes» aunque no necesitara el baño realmente. Tenías que ver la carcajada que lanzó el mesonero cuando llevé a cabo mi fantasía de preguntar por el baño pero como no entendió «mi refinado francés», tuve que decirle “pipi pipi, me hago pipí” y eso, a sorpresa mía, lo entendió como si le hubiese dicho «salut» o «merci».
Es que esas cosas pasan en París, como también ver algún chico buscando un tesoro perdido frente al esbelto obelisco, o a cualquier señora con un sombrero de plumas rojas debajo de la lluvia, o mesoneros que entienden el “me hago pipí”.


Pero me he ido muy lejos, no te conté lo que me pasó el día uno cuando por fin puse un pie en la tierra de los franceses. ¿Alguna vez estuviste en el Charles de Gaulle? Me crearás entonces cuando te diga que como toda viajera amateur, me perdí.
Yo nunca había estado en un aeropuerto así de grandote y menos en el que tuviera que tomar un tren interno para llegar hasta donde estaba mi equipaje y pues bueno, después de media hora o más de andar deambulado, fue que pude llegar a él.
Luego me encaminé a la casa de José, un amigo que me esperaba desde hacía un mes y cuando apenas llegué, tiré mi bolso negro de asas grandes (el único equipaje que llevaba) y le dije que nos fuéramos inmediatamente al Louvre.
José me miró y contestó que me calmara, que comiéramos primero porque había tenido un largo viaje y que no sólo de París y de pinturas se vivía; había que comer, era un hecho — muy razonable, por cierto— y entonces procedí a tragarme todo el arroz de bolsita transparente que él había preparado.
Luego de medio día llegamos a la pirámide de cristal, al triangulo de la genialidad, al Louvre y mi corazón rebotaba tan duro en mi pecho como un carro sin amortiguadores —yo oía clarito los «pacatán»— y me decía a mí misma: “mí misma, cálmate, van a creer que estas loca si no te calmas, deja la estupidez y no llores, no vayas a asustar al muchacho que tan de buena fe te anda acompañando”. ¡Ay! hoy me río tanto al recordar mi intento fallido por contener mis tontas lagrimas porque no pude amigo, no pude.
Yo caminaba tranquila tomando mis fotos y agarrándome fuerte las manos para drenar por algún lado la ansiedad que sentía pero cuando vi La libertad guiando al pueblo de Delacroix ahí sí que perdí la compostura, estallé.
Mis lagrimas comenzaron a bajar rápidamente y sin frenos, pude observar cada detalle de aquella pintura que tanto había visto estampada en papel, sí, por fin la tenía ahí frente a mis ojos y no iba a desaprovechar ni un segundo. ¡Ah! pero te cuento que eso también me paso cuando vi La encajera de Vermeer y La Coronación de Napoleón de David y La balsa de la Medusa de Géricault y La Gran Odalisca de Ingrés y, y, y…
También te cuento que durante mi eufórico recorrido me pasó algo particular: en cada esquina me topaba con un aviso que indicaba el número de sala en la que se encontraba La Mona Lisa y cuando por fin llegué a ella, pude comprender el por qué de tantos cárteles.
Resulta que estos tenían la finalidad de ahorrarle el tiempo a gran parte de los turistas que sólo pagaban la entrada al museo más famoso del mundo para ver a La Mona Lisa, ¿puedes creerlo?
En esa sala había más gente que en todo el Louvre entero y la mayoría de las personas no paraban de sacarse selfies junto a la vitrina que la protegía.
Sí, en su paso dejaban a un lado las demás obras maravillosas que los rodeaban y yo sentía espasmos, escalofríos. Sin embargo, como bien tú sabes, a mi tampoco es que me cuesta mucho caer en convencionalismos y entonces también fui y me hice la famosa foto y aunque no me quedó nada bonita, ¡qué más da! éramos La Gioconda y yo juntas y eso no es cualquier cosa, ¿verdad?

Ese día pudimos recorrer unos dos o tres museos a parte y recuerdo que el que más me gustó fue d’Orsay, ¡qué museo tan bonito! Sé que a lo mejor te estas preguntando que si la Torre Eiffel me pareció bonita también pero si te digo la verdad yo no tenía muchas ganas de conocerla.
Siempre había pensado que era una cosa ahí, de hierro, de la que muchos románticos se habían quejado y simplemente se trataba de una escultura clicherosa que servía para tomarse fotos como prueba irrefutable de que se había estado en París.
Como te podrás imaginar cuando le dije eso a José que con tan buenas intenciones me acompañaba , su cara de horror no fue normal pero él -tan paciente- en lugar de dejarme botada simplemente se quedó callado.
Luego de varios minutos de silencio me dijo que nos bajaremos en la siguiente estación para comprar algo. Salimos del metro y mientras yo estaba piropeando unas carteras super pintorescas que habían en un quiosco atendido por un señor con cachucha marrón y una pipa de madera gigante, alguien me agarró por la espalda, me volteó de sopetón y me dijo que qué era eso que veía ahí, que si me parecía cualquier cosa.
Mi exalto y sorpresa fue tanto —ya que yo no me esperaba verla así, de improvisto, sin más ni menos—, que me senté a llorar por el impacto que sentí en mi pecho y del sentimiento de culpa por las palabras tan imbéciles e ingenuas que había dicho unos minutos antes.
Hoy me vuelvo a reír mientras te escribo esta carta, me río de lo tonta que era o que soy pero que era más en ese tiempo.
Entonces ahí estaba la imponente, majestuosa y excéntrica torre sexy-Eiffel traspasando las rojas llamas que salían de las nubes que la cubrían, inmutable y perfecta de color cobre oxidado y con un sostén más grande que Francia entera. Era ella, aquella de la que tanto había oído y de la que tanto había renegado.

Luego de aquella experiencia me convencí de que en París nada tenía desperdicio y me dediqué a recorrer cada esquina, cada calle y rincón.
La caminé día y noche de punta a punta con un pie lesionado de tanto andareguear y que tuve que llevar a rastras junto a los cruasanes rellenos de mermelada en mi cartera.
Algunas tardes también pasé frío, me creía el cuento de que era verano y olvidaba el abrigo o lo dejaba en un acto de fe de que no lo necesitaría pero en París -te lo digo a modo de advertencia- uno no puede andar creyendo cuentos, es tan caprichosa que de repente empieza a llover sin ningún aviso.
A veces pienso que me lo hacía apropósito, era su forma de recordarme que la perfección no existe por si de a ratos —en medio de mi embelesamiento— se me olvida. Los indigentes durmiendo en callejones estrechos también eran parte de ese propósito.
Y así, amigo, fue como transcurrieron mis días de paso por la ciudad carmesí, con la brisa cargada de arte, arte y más arte estrellándoseme en la cara cada vez que me descuidaba sin ningún tipo de condescendencia.
Pd: Espero que esta carta te llegue sin inconvenientes y que me cuentes tú también qué tal estuvo tu último viaje.
Con cariño, Jasse.
Me encantó el relato de Paris y que bonitas fotos sacaste!.
Te felicito por el blog!! Esta lleno de información y muy entretenido.
Lei que lo hiciste en Junio del 2018, es nuevito!!! Tiene mucho mucho potencial!!! Exitos!!
Muchísimas gracias por tus palabras Gonzalo, realmente las valoro. El blog si es nuevo pero trato de ponerle mucho cariño a todo lo que voy compartiendo acá! Saludos 🙂