
Me llama la atención que los famosos canales de telivisión que se dedican a pasar documentales sobre acontecimientos históricos como la Primera o la Segunda Guerra Mundial, (esta es su favorita, History Channel la sirve de menú en las tres comidas), no hagan tanto alarde de la guerra que vivió la antigua Yugoslavia a principios de los 90 durante varios años y particularmente, el horroso escenario que se dio entre Bosnia-Herzegovina y el territorio Serbio (sobre todo en las provincias que colindaban con Srebrenica y otras pequeños pueblos bosnios de las fronteras cuya mayor población era/es musulmán).
La antigua República Federal de Yugoslavia era una nación unida y tolerante que vivía conflictos de tipo políticos y económicos (como todas las naciones del mundo) pero nunca una situación de guerra mientras gobernó Tito, el militar nacido en la actual Eslovenia que tomó las riendas de la nación luego de la Segunda Guerra Mundial y que murió en 1980.
Mientras estuve viviendo en Croacia, escuché a varios croatas hablar de Tito como si hablaran de su bueno y tierno abuelo:
“En los tiempos de Tito éramos grandes”, “Ah, Tito, tiempos que no volverán”, “¿Tito? Tito era un genio, mi mamá siempre habla de que su actual pobreza no sería igual si Tito aún viviera”.
Expresiones como estas eran las respuestas de algunos locales mientras yo les hacía preguntas curiosas e impertinentes sobre el conflicto que se vivió —y que se vive todavía, en la atmósfera se sienten aires de resentimientos entre los países vecinos—, en la antigua República de Yugoslavia.
Una anécdota ilustrativa y que me sirvió de lección durante el tiempo que recorrí los Balcanes, es la que viví con Nela, una bella y amable croata con la que había entablado muchas conversaciones y un día mientras me hacía terapias en la cervical, me salió comentarle que había estudiado en Austria con dos serbias super amables e inteligentes y que chateaba con ellas a menudo… *tres puntos suspensivos, silencio*
Los ojos de Nela de inmediato se exaltaron y me dijo casi murmurando que hablara más bajito porque allí no se acostumbraba hablar tan a ligera de los serbios, que ella no tenía ningún problema pero que la gente alrededor sí y no sería bueno que me escucharan.
Quisiera poner aquí el emoticón de Whatsapp que tiene la cara de sorpresa ya que tal cual debe haber sido la mía puesto a que en el Spa de Nela, no había nadie más que ella y yo por lo que «hablar más bajito para que nadie me oyera», era una respuesta sin sentido para mí.
Tras ese momento una epifanía golpeó mi cabeza y pude comprender aquello que no se comprende sólo leyendo o viendo documentales; sí, el asunto no se ha olvidado, la cosa sigue latente y de parte y parte hay resquemores.
Algo parecido también me sucedió con una de las serbias cuando le dije que estaba viviendo en Croacia y que si por mi fuera me quedaría a vivir encantada allí.
Una de sus respuesta fue que tenía que conocer Belgrado, la ciudad más bella y grande de la antigua Yugoslavia y que tal vez cambiaría de opinión de vivir en Croacia y no en Serbia.
Días después de mi conversación con Nela, Orla y yo nos encaminamos a conocer a Sarajevo, la capital de Bosnia-Herzegovia.
Yo necesitaba ver con mis ojos las marcas de la guerra tanto en las fachadas de los edificios como en la sociedad como tal, quería estar ahí y poder observar los restos de la barbarie que mostraban los documentales sobre el asedio de Sarajevo donde murieron miles y miles de personas a causa de las ráfagas de balas que se vaciaban día y noche en la ciudad, el hambre y las torturas.
La cosa es que una vez que se entra a Bosnia no sólo se pueden ver los restos del horror sino que éstos se llegan a sentir en el alma como una estaca que traspasa corazones y raciocinios.
La secuela es espantosa. Desde que cruzas la frontera con Croacia a parte de los bellos paisajes, lo que hay es cementerios, cementerio y cementerios —¡Ah! y más cementerios— durante todo el camino.
Yo nunca en mi vida había visto un país con tantas tumbas regadas en cada rincón (llámense patios, frentes y laterales de cualquier casa, iglesia, plaza o parque), llenos de lápidas blancas, una al lado de la otra donde la desolación y la tristeza no se enterraron con los muertos sino que son quienes resguardan el lugar.
A partir de ese momento hasta nuestra llegada a la ciudad (unas cinco horas después), la melancolía fue la compañera fiel durante todo el viaje.

Cementerios en las carreteras de Bosnia

*Llegada a Sarajevo:
Cuando llegamos a Sarajevo nos conseguimos con una ciudad limpia, aceptablemente ordenada, nada monumental pero la nieve que la cubría y la neblina del invierno le daban un toque místico encantador.
Los tranvías viejos y amarillos que recorren casi todo el centro junto a las mujeres mayores caminando con sus pañuelos blancos en la cabeza, y el silencio presente a pesar de ser un día de semana a medio día, fueron síntomas de que habíamos llegado a una ciudad especial.
Sin embargo, lo que la hacía más particular es que casi no podíamos distinguir ni un solo edificio sin huecos de proyectiles en sus fachadas, casas abandonadas en plena avenida principal, edificaciones deterioradas con puertas de madera carcomidas por la humedad y que fácilmente podían estar al lado de lo concesionarios más elegantes de Audi o Mercedes Benz.
No había duda, habíamos llegado a la extraña y singular Sarajevo.
*Los días en Sarajevo:
Al pisar la vieja estación de buses fuimos directamente a la taquilla de información para pedirle un mapa al señor que atendía quien, amablemente pero con una explicación un poco enredada, (este patrón se repitió en todos los locales que nos dieron direcciones durante los cuatro días de viaje), nos dijo cómo llegar a la casa que habíamos reservado.
Nos montamos en el icónico tranvía amarillo con su piso oxidado, lleno de agujeros, goteras en el techo y asientos sucios que reflejaban trabajo, dolor y pobreza y en menos de dos minutos teníamos un oficial encima pidiéndonos los tickets de abordo o caso contrario, nos iba a regalar una suculenta multa.
Afortunadamente, lo primero que habíamos hecho al montarnos era pagar los pasajes.
Llegamos a la Old Town, nos bajamos enfrente del Ayuntamiento y la explicación que nos había dado el señor al parecer nos entró por un oído y salió por el otro, tampoco teníamos Internet y estábamos un poco desorientados.
Caminando, le preguntamos a un chico con cara de turco si sabía dónde quedaba nuestra dirección a lo que él respondió que no, pero que nos prestaba su teléfono para buscar nuestro destino sin ningún problema.
Sí, este es el tipo de gente que uno conoce en los Balcanes, gente amigable que te reciben con una sonrisa, te hacen sentir bienvenido y que particularmente no dejan de sorprenderme por todo el dolor que han tenido que vivir.

El reloj marcó el medio día , las cuatro mezquitas que teníamos al rededor comenzaron a sonar llamando a la oración; al mismo tiempo, las campanas de las dos iglesias católicas cercanas daban alaridos mientras por al lado nos pasaba una chica con hiyab y por el otro, una mujer con un atuendo judíocruzaba la calle; todo transcurrió en menos de un minuto, “¡Señoras y señores, gracias por visitar Sarajevo, la ciudad híbrida donde musulmanes, ortodoxos, católicos y judíos conviven en paz día a día!” nos gritó un pajarito mientras emprendía su vuelo.
Esa tarde luego de llegar a nuestro hospedaje y conocer a Emir (el anfitrión), no adentramos al barrio turco a horas donde el sol ya había caído y era la neblina la que le daba un matiz azulado a la plaza central mientras el canto de un niño hermoso que pedía limosnas, se oía a lo lejos.
Caminamos por sus calles, recorrimos las mezquitas y los bazares, en la vía, varios pedigueños se nos acercaron diciendo «Muslim Muslim» a lo que nosotros respondimos «Christians, Christians».
Luego fuimos a cenar al primer lugar que nos había recomendado Emir, el restaurante donde estuvo Bill Clinton en su visita a la ciudad y que como todo rincón gastronómico en Bosnia, se pasó de delicioso y barato. Luego de la cena, vinieron los dulces turcos y los Çay.

Los siguientes días nos dedicamos a conocer todos aquellos lugares de interés como la archi famosa esquina donde asesinaron a Francisco Fernando (el heredero al trono del imperio Austro-Hungaro y que, tras su muerte, se desencadenó la Primera Guerra Mundial), museos, iglesias, sinagogas, mezquitas y, cómo no, los sitios emblemáticos de la guerra:
Las Rosas de Sarajevo, el mercado municipal —escenario de la muerte de muchas personas asesinadas mientras hacían la cola para comprar el poco pan que llegaba a la ciudad— y el triste pero valiente-salvador Túnel de la Vida.
Nuestra estadía en la capital de Bosnia estuvo llena de lagrimas escapadas, risas de admiración, lecciones de historia acelerada, momentos de reflexión y rica comida que nos servía de recompensa tras mirar las horribles fotos de los niños quemados que colgaban en los museos.
Dentro de mis recuerdos también se encuentra algún bosnio hablando solo mientras deambulaba por la calle, las sonrisa un joven dando la bienvenida en cualquier lugar y los huecos en los edificios cuyo trabajo hicieron excelente al recordarnos constantemente que, por esas calles por las que caminábamos con un helado en la mano, había corrido mucha sangre.
A partir de entonces cuando pienso en Sarajevo la imagen que se me viene a la mente es un pueblo trabajando con las uñas, con ansias de restaurar su país y en el medio, hay un hermoso Ave Fénix que emerge desde las cenizas extendiendo sus alas, mira de frente a mis ojos y sin titubear me dice en voz alta: “Mi nombre es Sarajevo”.